En el I Concurso de Relato Corto 2020 "Aracena y sus aldeas", me concedieron el primer premio por mi relato "El relato de los árboles".
Aquí lo comparto con vosotr@s. ¡Que disfrutéis!
EL
RELATO DE LOS ÁRBOLES
Almudena
Ruiz Moreno
Mi
padre y mi madre recibieron mi nacimiento como una bendición; la
casa se llenó de alegría y de gozo. Después de años de intentos
fallidos, por fin llegó la ansiada descendencia. Pero mis problemas
de salud, en el corazón y en los pulmones, no tardaron en
manifestarse y en poco tiempo pasé a ser un castigo divino, que
ellos, ella, sobretodo mi madre, aceptaban con cristiana disciplina.
El júbilo desapareció como un eco y se instaló la gris y
permanente rutina.
Mi
familia pertenece a la burguesía de Sevilla y disfruta de una
posición acomodada; esto permitió que nunca me faltara de nada,
bueno, no me faltaron atenciones desmedidas desde un sentimiento del
deber más que desde un apego filial. Tuve los mejores tutores para
mi aprendizaje, vestidos, comida, los mejores médicos… Por todo
ello no podía quejarme y realmente estoy agradecida. Pero la casa
para mí era una cárcel de oro. Y amor, lo que se dice amor… Desde
muy niña asumí la culpa de la desgracia que acompañaba a mi
nombre; Lorena es débil, Lorena no puede, pobre Lorena. Asumí mi no
existencia y vivía el transcurrir de los días con una apática
obediencia. Era una presencia vacía.
A
todo esto habría que sumar un desafortunado episodio que ensombreció
aún más sus vidas, si cabe. Un despiste, un error ante tanta
pulcritud de movimientos que hizo, que hoy, esté aquí, desde donde
escribo.
Hace
un mes, justo el día de mi cumpleaños, contraje la tuberculosis.
Como cumplía quince años y ya era una mujercita, mi madre quiso que
fuera un día algo especial e invitó a merendar a su hermana, mi tía
Petra. Y sí, fue un día especial. Mi tía es una mujer
extrovertida, extravagante, hiperbólica; pasé una tarde muy
divertida escuchando sus exageradas historias. Lo que aún no sabía
mi tía, ni mi madre, ni yo, es que un obrero que estaba haciendo
reformas en su casa tenía tisis y que era la causa de que ella
estuviese teniendo episodios de fiebre y tos; se había contagiado.
Fue tan cariñosa conmigo y estuvimos tan cerca que no tardé ni dos
días en manifestar los síntomas.
¡Pobre mamá, tener que soportar
el peso de haber bajado la guardia!
Mi
médico nos mandó un fuerte tratamiento. Mi tía se recupera, pero
yo no. Así que cuando me puse un poco mejor, mi padre decidió
traerme aquí, al sanatorio Ntra. Sra del Carmen de Aracena. Él
había oído entre sus círculos de amistad que en Aracena, un pueblo
de la sierra en la provincia de Huelva, había un sanatorio donde
trataban la enfermedad con paseos de aire limpio y reposo y que, al
parecer, estaba dando buenos resultados. La idea les llenó de
esperanza y procuraron por todos los medios que su hija tuviese una
plaza en ese lugar. Además, como está cerca y no es un viaje
demasiado incómodo, podrían venir alguna vez a visitarme.
El
día antes de mi traslado pasé miedo, mucho miedo. Nunca había
salido de mi casa y pensar en instalarme en un sanatorio para
tuberculosos rodeada de gente enferma, no era una imagen muy
alentadora. Luego pensé, ¡pues igual que tú, Lorena! Poco a poco
me fui calmando y había algo de ilusión dentro de mí al creer que
de alguna manera dejaría de ser insignificante.
Cuando
llegué al sanatorio ya era de noche. Me recibió una enfermera que
me acompañó a mi habitación y me dijo que el desayuno era a las
siete y media y que después tendría un encuentro con el médico que
seguiría mi caso. Cerro la puerta y sin más, allí me quedé. Se
apagaron las luces. Esa noche lloré.
A
las siete ya estaban tocando diana. En el desayuno me presentaron a
los demás internos, saludé tímidamente. ¿Qué podría hacer?,
apenas tenía habilidades sociales. Aún estaba oscuro y todavía no
pude apreciar cómo era el lugar. Estuve con el doctor, me explicaron
las normas y me dieron el horario. Pude comprobar que tendría mucho
tiempo libre, tendría que decidir en qué invertirlo. Tenemos cinco
curas de aire al día y entre cura y cura comemos, a las nueve tengo
que estar acostada, así todos los días.
Después
de las explicaciones me llevaron a una terraza grande donde empezaría
mi primera cura. Todavía no había salido al exterior y cuando me vi
ante la inmensidad de la sierra, las montañas se extendían en un
horizonte profundo; ante los brillantes colores de una luminosa
mañana de otoño; al respirar el aire frio y limpio lleno de olores
nuevos para mí, el alma se me llenó de embriaguez y sentí que
acababa de nacer. Después de ese instante de felicidad me desmayé y
pasé el resto del día en mi habitación aturdida pero llena de
alegría, sabía que al día siguiente empezaría mi vida.
El
sanatorio es un edificio muy geométrico, con muchas ventanas.
Situado en la ladera de un monte
con
un castillo, una antigua fortaleza, alrededor del que se extiende
Aracena. Debajo del monte hay una gruta, la llaman la gruta de las
maravillas. Al parecer la descubrieron a finales del siglo pasado y
hace unos treinta años que se puede visitar. Por su nombre tiene que
ser preciosa. Yo aún no la he visitado y no sé si nos llevarán
alguna vez. Por lo que he escuchado no a toda la gente del pueblo le
gusta que estemos aquí; tienen miedo a que nuestra presencia afecte
a la creciente economía por la actividad turística. No sé por qué
si no salimos del sanatorio y su entorno.
La
preocupación por que podamos espantar a los turistas crea en el
centro un mayor sentimiento de vergüenza. Hay internos que sentirse
estigmatizados, encerrados, y no saber cuándo podrán irse, ni si se
irán, les ahoga y se sienten prisioneros de una cárcel. Y aunque
nos apoyamos entre todos y somos como una familia, muchos tienen días
de una profunda tristeza. Yo no comparto esos sentimientos porque la
verdad es que no me he sentido nunca tan viva, aún así…
Realmente
de lo que yo quiero hablar es de los árboles. Ellos han llenado de
significado a mi vida, aún así, sé que voy a morir. Mi corazón y
mis pulmones no son lo suficientemente fuertes para combatir la
tuberculosis. Siento como cada día estoy peor. Me cuesta mucho
respirar, cada estornudo es más doloroso que el anterior como si una
mano gigante apretase fuerte mi pequeña caja torácica y la sangre
cada vez es más abundante. Aprovecho los momentos de tregua que me
da la fiebre para escribir este relato.
Tuve
una amiga, Clara. Una muchachina, como dicen aquí, dos años mayor
que yo, dicharachera y
divertida.
Pasábamos todo el día juntas y ella me fue introduciendo en la
sociedad del sanatorio. Hablábamos, bueno, ella hablaba todo el rato
y nos reíamos mucho. Todo lo que se nos ocurría que podíamos
hacer, lo hacíamos. Pero a la semana de haber llegado yo aquí,
Clara volvió a su casa. Sí, fue una amistad que duró poco. Pero
todos los días con ella eran una novedad y un descubrimiento. El día
que se fue Clara sentí un gran vacío.
Después
de su partida me dediqué a recorrer todos los rincones donde nos
gustaba estar. Una tarde, y este es el momento al que quería llegar,
paseando por el jardín del sanatorio, situado en una pequeña parte
de la ladera del monte del castillo, subí a la parte más alta y me
senté en un banco que había junto a un inmenso árbol. El atardecer
era precioso, el cielo se teñía de colores cada vez más rojizos.
Allí, en silencio y ante tanta belleza, fui consciente del
sentimiento de la pérdida. Aquí vivimos diariamente con ese miedo.
Te levantas y cualquiera de nosotros se puede marchar o puede morir.
Por eso cada desayuno es como un momento de reconocimiento, si
estamos todos, entonces te sientes afortunada. Pensé en mis padres y
comprendí que desde que nací llevan poniéndose una coraza contra
ese miedo que me ha impedido ver y sentir cuanto me quieren
realmente. Mi cuerpo se llenó de amor. De repente empecé a escuchar
a los insectos, a la hierba, los matorrales, a ellos, los árboles.
Todo vibraba a mi alrededor y me sentí parte de algo inmenso. No
estaba sola, ¡hay tanta vida a nuestro lado que pasa de forma
imperceptible! Claro, vivimos entre tanto ruido y ajenos a la
naturaleza que nos impide sentirnos parte de ella entonces actuamos
como si no existiese. Es muy triste. Antes de venir al sanatorio el
único contacto que había tenido con la naturaleza era el de los
muebles de madera de mi casa.
Me
fijé en los árboles. Aparentemente no se desplazan, físicamente
creemos que no se mueven y que ocupan un espacio reducido pero sus
raíces se alargan debajo de la tierra de manera infinita, sus ramas
crecen por encima de cualquier edificio, sus semillas vuelan y
viajan. Entre rocas y muros brota la vida y nos sorprende porque es
mágico. Pensé en su longevidad y como a lo largo de los años de
generaciones nuestras se adaptan y tienen sus propias estrategias de
supervivencia. De manera desapercibida para nosotros se transforman y
transmiten su herencia, la filosofía de vida que hay en cada uno de
ellos. Ahora sé que hablan y ven. Si aprendes a escucharlos puedes
llegar a entender su lenguaje. Seguro que en la transmisión de esa
información de alguna manera también hablan de nosotros. Puede que
digan cosas de las que nos sintamos orgullosos pero muchas otras nos
avergonzarían.
Desde
esa tarde decidí que cada día iba a dar algo de mí a todo el
mundo. Era algo que me había estado negado porque yo misma crecí
sin darme permiso para ser. Aprendí que la enfermedad no me define
ni es lo que soy. Siempre he ocupado poco espacio y he vivido en
lugares reducidos, acotados; pero ahora sé que mis raíces pueden
llegar lejos. Contar esta revelación ha llenado a mi corta e
inexperta vida de sentido.
Si
tuviera tiempo me dedicaría en cuerpo y alma para hacer grandes
cosas por los árboles pero como no lo tengo, aunque pueda resultar
ingenuo, quiero dejar este texto como legado.
Mañana
vienen a verme mi padre y mi madre, ahora sólo deseo sobrevivir a
esta noche para darles las gracias y decirles cuanto los quiero y lo
feliz que he podido llegar a ser.
Me
sube la fiebre y estoy cansada, voy a dejarlo por hoy...